Editorial DE LA JORNADA
Tras experimentar, en el palacio legislativo de San Lázaro, una mínima confrontación con la realidad política del país, la estrictamente necesaria para ostentarse como presidente constitucional, Felipe Calderón Hinojosa prefirió dirigir su primer mensaje a la nación como titular del Ejecutivo arropado por una concurrencia monocorde en el Auditorio Nacional. Sus primeras menciones de agradecimiento fueron para los legisladores de su partido, erigidos en cuerpo de choque, para los parlamentarios priístas y para las instituciones armadas, tres de los actores que hicieron posible su llegada al cargo. El cuarto, el aparato mediático que lo ha cobijado a lo largo de este año con parcialidad manifiesta, fue el amo verdadero y el árbitro sesgado del espectáculo sucesorio. Así fueron expuestas las facturas principales que deberá pagar la administración que comienza.
Calderón pidió tiempo al electorado que no votó por él las dos terceras partes de los ciudadanos para "ganarme con hechos su confianza". La solicitud habría sido innecesaria si el panista hubiese accedido a un recuento fidedigno de los sufragios emitidos el 2 de julio; esa decisión le habría granjeado, si no la confianza, al menos el reconocimiento de la oposición, y de haber confirmado los dudosos resultados presentados por el Instituto Federal Electoral, habría convertido su victoria legal en un triunfo político. Pero la negativa a efectuar ese segundo conteo fue un agravio al sentido común y ya no hay manera de disipar las sospechas en torno a las cuentas oficiales: muchos mexicanos se preguntan ahora si con el rechazo al esclarecimiento electoral no se encubrió, además, un agravio a la voluntad popular.
Pero inclusive si hubiese habido manejo pulcro y legal de los votos, la llegada de Calderón a la Presidencia fue impulsada desde esa misma institución, a contrapelo de la ley, y desde las cúpulas del poder empresarial y mediático. Para "ganarse la confianza" del conjunto de la sociedad, el político michoacano tendría que haber empezado por un deslinde claro e inequívoco con respecto a esas instancias. No fue así. A lo largo del discurso inaugural de su periodo, Calderón ensayó críticas apenas contenidas a la gestión de su antecesor, pero no hubo en ninguna parte una admisión, por el nuevo jefe del Ejecutivo, del estado de catástrofe en que el foxismo dejó sumido al país.
Por lo demás, los propósitos de gobierno esbozados por Calderón ayer en el Auditorio Nacional habrían podido ser pronunciados por cualquiera de los presidentes que, de 1988 a la fecha, tomaron posesión del cargo: combate a la inseguridad, lucha contra la pobreza extrema, creación de empleos, atracción de inversiones extranjeras, fomento a la competitividad, apoyo a las micro, pequeñas y medianas empresas, atención a los problemas del campo, alivio de las desigualdades, impulso al turismo, manejo austero y eficiente de los recursos públicos, cooperación con el Legislativo y el Judicial, reformas al sistema electoral, diálogo con los partidos y otras generalidades de las que abundan en el discurso político tradicional.
Hubo además un reciclaje de eso que el foxismo entendió como política social "ampliar el Programa Oportunidades, el Seguro Popular y las becas escolares", frases extraídas de la rutina discursiva "un programa para reorientar el gasto", "medidas concretas para hacer más eficiente al aparato productivo nacional" y una propuesta que tomó prestada a su rival, Andrés Manuel López Obrador, para reducir los sueldos de los altos funcionarios públicos, y que presentó en versión descafeinada, al reservarse un dato crucial: la proporción del recorte propuesto: los legisladores de la coalición gobernante, panistas y priístas, ya podrían aprobar una reducción de 10 por ciento en las insultantes percepciones actuales de los servidores públicos, y con ello Calderón diría que cumplió.
Las tendencias autoritarias que se atribuyen al ahora presidente no se manifestaron tanto en su discurso, sino en el desmesurado despliegue policial en torno a los sitios en los que estuvo, aunque no es un dato menor que el combate a la inseguridad pública "el principal problema de estados, ciudades y regiones enteras" haya ocupado parte medular de su alocución. Ese mismo dato da pie para dudar que Calderón sea plenamente consciente de "la complejidad de las circunstancias" en las que asume la jefatura del Estado: la profunda descomposición de las instituciones públicas; la fractura real de la sociedad entre una mayoría de miserables y pobres, por un lado y, por el otro, un círculo empresarial, político, mediático y clerical que conforma una dominación claramente oligárquica, ayer muy bien representada en el Auditorio Nacional, así como con el consecuente abismo entre el México real y el México formal que en el sexenio anterior llegó a su manifestación más grotesca con la invención de un país imaginario próspero, seguro, equitativo, democrático, feliz que sirvió de referencia reglamentaria al discurso gubernamental.
La descomposición y la fractura señaladas son el origen de la inseguridad y del estancamiento económico, así como el instrumento de perpetuación y ahondamiento de las lacerantes desigualdades sociales. La corrupción en todos los niveles de gobierno es alimento indispensable para la impunidad y la vulneración regular del estado de derecho, no sólo por narcotraficantes, secuestradores o carteristas, sino también por parte de funcionarios públicos, empresarios y otros poderosos. Al amparo de políticas económicas que concentran la riqueza y hacen más pobres a los pobres se ha perpetrado, en recientes lustros, un saqueo continuado y colosal de las arcas públicas. El predominio de los intereses corporativos depredadores ha degradado severamente la vida política, ha desgarrado el tejido social, ha postrado a la economía y ha liquidado la política exterior tradicional. Pero de todo eso Felipe Calderón no dijo una sola palabra.
De todos modos, el México fracturado se expresó sin ambigüedad alguna en los ceremoniales de inicio del nuevo gobierno: en San Lázaro, Calderón se asomó fugazmente a la representación real doliente, vergonzosa, lamentable del país, y a continuación presidió un acto eminentemente televisivo y escenográfico no faltó el toque de los trajes autóctonos, exclusivo y excluyente, objeto de protección blindada y de dispositivos paramilitares, repleto de gente bonita y carente de cualquier significación constitucional, donde se dieron cita los poderes reales es decir, los amos del país. Con este arranque no es fácil tener confianza, y menos esperanza, en la administración que se instaló ayer.
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