Bien, muy bien que la sociedad se rebele en contra de los abusos derivados del maridaje obsceno entre el poder económico y político, y exija con toda energía que se sancione a quienes se atrevan a cometer este tipo de perversión de la función pública. Los antorchistas siempre hemos estado en contra de delitos como el influyentismo de quienes se valen de su dinero para torcer la ley, en contra de la violación a garantías humanas básicas como la libertad de prensa, de petición, de agrupación y de organización para la defensa de intereses comunes, en contra, con mayor razón, de crímenes nefandos como la pederastia y de quienes cometen o solapan tales inmundicias. Treinta y un años de lucha tesonera avalan que, lo que aquí decimos, es una verdad irrefutable y no una simple declaración oportunista. No debe caber, pues, ninguna duda de que, en el penoso asunto que se ha suscitado en el estado de Puebla, y en el que se ha visto envuelto el propio gobernador Mario Marín, estamos incondicionalmente del lado de las víctimas. Dejar bien claro esto es necesario por lo que diré enseguida.
No estoy de acuerdo con quienes, sin contar con más elementos de juicio que las grabaciones, su intuición y sus preferencias políticas, se han lanzado a linchar moralmente al gobernador poblano y a declararlo irremisiblemente culpable, exigiendo sin más su cabeza. Y ello por dos razones: la primera consiste en que es algo totalmente irregular y peligroso que los ciudadanos seamos enjuiciados y sentenciados en los medios, haciendo a un lado las instancias jurídicas correspondientes, que son las que deberían tener la última palabra en estos casos. Pienso que aun para el criminal más torvo debe prevalecer, en aras de una verdadera justicia, el principio de que todo acusado debe ser considerado inocente hasta que no se demuestre fehacientemente su culpabilidad. Coincido plenamente, por eso, con quienes sostienen que el caso Marín debe ser turnado a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para que sea ella quien, después de una investigación exhaustiva, determine el grado de culpabilidad, o la inocencia en su caso, de los involucrados, y recomiende las sanciones a que haya lugar.
La segunda razón es que tampoco estoy de acuerdo con la forma parcial, unilateral, en que se ha estado manejando el caso. Es curioso, en efecto, que verdaderos sabuesos de la noticia y politólogos de sagacidad perfectamente acreditada, sólo hayan concentrado su atención en los delitos, reales o supuestos, de Marín y coacusados, y que nadie se haya preocupado por indagar quién hizo las famosas grabaciones, con qué intención las hizo y con qué intención las filtró a los medios. En México, todos sabemos que es prácticamente imposible que un simple mortal pueda espiar a un gobernador y que, en el caso de que lo lograra, antes iría a la cárcel que conseguir crédito a sus investigaciones. Es igualmente curioso que el material se haya dado a conocer precisamente en el momento en que la campaña presidencial entra en su fase más reñida, cuando es obvio que se tenía desde diciembre del año pasado. Por tanto, es claro que él o los autores son gente con poder, con mucho poder, y que nos encontramos no precisamente ante un acto desinteresado en defensa de los derechos humanos de Lidia Cacho, sino ante una tenebrosa maniobra política con fines claramente electorales. Ahora bien, ¿vale la pena, con tal de defender la libertad de prensa, cerrar los ojos ante otros delitos como el espionaje telefónico? ¿Vale la pena hacerse cómplice, por omisión, de quienes pervierten armas tan nobles para lograr sus ambiciones de poder? ¿Es una cosa o la otra o se debe atacar en ambos frentes al mismo tiempo? La respuesta es obvia a mi parecer.
Finalmente, no quiero dejar de decir que tampoco estoy de acuerdo en que todo mundo se rasgue las vestiduras, los grandes medios masivos de información en primer lugar, cuando se trata de los famosos, y en cambio se guarde un silencio sepulcral (y a veces incluso se defienda a los agresores) cuando se trata de gente anónima y humilde. Un año llevamos ya los antorchistas luchando por la libertad de una modesta luchadora social, Cristina Rosas Illescas, encarcelada por órdenes directas del gobernador panista de Querétaro, Francisco Garrido Patrón, y aunque hemos recurrido a todos los medios y a todas las autoridades, incluidos el Presidente de la República y el Presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, hasta hoy todos nos han dado la callada por respuesta. Garrido Patrón, mientras tanto, no sólo no libera a Cristina y a su coacusado Pánfilo Resendiz, sino que ha ordenado nuevas detenciones. Hoy hay otros 16 detenidos, diez de ellos menores de edad a quienes se mantiene incomunicados en el Consejo Tutelar para menores.
La última hazaña de Garrido y sus genízaros ocurrió el sábado 18 de los corrientes. Ese día, luego de agredir a una pacífica manifestación de artistas, detuvo a cinco de ellos, a tres de los cuales, entre los que se contaban dos jovencitas, mando golpear salvajemente. Los policías, luego de manosear a las muchachitas, se orinaron delante de ellas, amenazando con matarlas si denunciaban los malos tratos. Y ahí sigue el señor Garrido Patrón tan campante sin que nadie ose decirle esta boca es mía. Por eso, al ver las airadas protestas en contra del gobernador de Puebla, y las exigencias cada vez más fuertes de que renuncie a su cargo, los antorchistas del país nos sentimos con el derecho de preguntar ante la faz de la nación: ¿Y el gobernador de Querétaro qué? ¿Y el gobernador de Querétaro cuándo?
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